lunes, 18 de febrero de 2008

Prólogo (Pág. 9)

en estos momentos y vamos a darle unas horas de descanso.

La cara de Naia se crispó de preocupación, algo le ocurría a su rey. Los dos amantes se miraron vivamente y sin hablar se entendieron, esperaban que se recuperara pronto, no había mucho más tiempo.

-¿Sabéis algo de la Reina?, ¿y de los demás?

-No, aún no sé nada de ellos. No han contactado todavía con nosotros y eso me preocupa, ahí arriba no se ve nada, sólo espero que se encuentren bien, supongo que su situación será igual de desesperada.

-Espero que no tanto como la nuestra, por el futuro de nuestro pueblo –respondió Naia.

-Vamos compañero -palmeó alguien en el hombro con cariño a Lalos-, tenemos que subir a la cubierta, nuestros hombres seguro que necesitan ayuda, y espero que esas bestias no los estén acosando otra vez.

-Sí, claro Valdorán, ahora subo.

Lalos inclinó la cabeza y besó la mejilla de su amada. Naia cerró los ojos en ese momento para sentir en lo más profundo de su ser ese momento de consuelo, que pronto se desvaneció. Lalos se apartó raudo y subió corriendo las escalerillas que llegaban a la superficie.

Garón y Valdorán ya estaban arriba, junto al timón, oteando el horizonte. La negrura los envolvía, a excepción de unos fuertes destellos producidos por los continuos relámpagos. Las sombras, los esbirros de ese Dios Maligno, se vislumbraban fugazmente a lo lejos pero se confundían con la negrura. Diferentes siluetas se distinguían también entre la oscuridad, parecían tener alas y cuernos, pero no se apreciaban con claridad. De vez en cuando se oía un atronador rugido no proveniente de los truenos que desesperaba e invadía de miedo a los pobres esturos que se encontraban sobre la cubierta. No veían qué o quién producía esos chillidos repelentes pero sabían que era

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