viernes, 30 de mayo de 2008

Capítulo 4. Perdidos (Parte 2)

¡tienes que ayudarme!, por favor, no, no… -lloró desconsolada la chiquilla.

Pero era tarde, la mujer se había ido, junto con muchos de sus compañeros allí tirados.

El bebé no cesaba de llorar, estaba sucio y lleno de arena. Sólo un pequeño trapo lo cubría, tenía parte del cuerpo arañado y la sensible piel quemada por el sol. Pero Ariela lo apretaba contra su pecho como si fuera el único ser que seguía con vida en el mundo, y tenía que conservarlo en éste como fuera.

A lo lejos comenzaron a levantarse algunos esturos más. Ariela los miró con alegría. Más gente seguía con vida, no se encontraba sola. Se levantó y fue en pos de ellos que, poco a poco, fueron reuniéndose. Débiles pero jubilosos se abrazaban consolándose unos a otros por lo que habían vivido, porque todavía vivían, y por sus amigos muertos, desperdigados en la blanca arena por todos lados.

Lloraron amargamente por ellos, todos iban tras sus fallecidos, implorando a los dioses que les devolvieran la vida en unos casos, clamando al cielo a los mismos dioses que habían dejado que murieran en otros. Muchos juraron venganza eterna, ante esos dioses, ante la Diosa Oscura y ante sus propios compatriotas que los echaron de sus tierras y que pagarían por ello en cuanto sus vidas pudieran cruzarse si algún día se producía ese encuentro.

Así comenzó la supervivencia de una de las razas más imponentes e inteligentes que habitaban el continente, criaturas creadas por Quiraos para que reinaran, junto con otros seres poderosos como los dragones, el mundo que él había creado.

La mañana posterior y los días venideros fueron los más duros de la inmortal vida de la raza de los esturos.

Pasaron esos días perdidos en aquella insólita isla en la que llegaron por accidente. Perdidos porque no sabían donde estaban, perdidos en sus propios pensamientos, en sus propios rezos, en las propias despedidas de sus seres más queridos. Perdidos sin saber qué hacer, hacia donde dirigirse, qué comer o donde dormir. Parecían cuerpos sin alma, no hablaban entre ellos, sólo caminaban o se balanceaban sobre sí mismos en algún lugar de la deshabitada playa.

Sólo una persona estaba preocupada por la situación en la que se encontraban, y esa era Ariela. No porque no estuviera preocupada, pues estaba aterrorizada, sino porque debía cuidar como podía del niño que rescató de los brazos de su moribunda madre, y aunque pedía ayuda a sus amigos y compatriotas nadie le hacía caso, así que tuvo que buscar la manera de sobrevivir en esos primeros días, sola.

Recorrió varios senderos naturales a través de los agrestes bosques que lindaban con la hermosa playa. Encontró la forma de hidratarse levemente bebiendo las gotas de lluvia recogidas en las grandes hojas de algunas plantas gigantescas que se encontraba por el camino, y frutas que machacaba hasta hacerlas puré para poder alimentar al bebé y a ella misma pues no podía abrir bien la boca de las heridas que tenía. Descubrió que cierto tipo de raíces también eran comestibles y, aunque con un regusto algo amargo, tenían un sabor agradable. Lavó con mimo al pequeño en una charca de agua cristalina que encontró el cuarto día en una de sus penosas expediciones, y ella se enjuagó como pudo también. Pero no conseguía llegar a ninguna parte, no había nada ni nadie que la pudiera ayudar, la isla estaba completamente desierta así que cuando anochecía desandaba el sendero que llegaba hasta la playa para dormir cerca de los suyos ya que, aunque no le hacían el más mínimo caso, se sentía algo más segura que durmiendo en la poblada jungla.

Tan deshidratada y desnutrida estaba, a pesar de conseguir algo de alimento, que no podía ni pensar en cuanta gente había dejado de ver. Personas que en su vida cotidiana la rodeaban, la servían, daban conversación, vivían con ella. Sus padres, su hermano, sus amigas y amigos. El trastorno sufrido en aquel terrible naufragio había hecho mella en la joven infanta.

Pero algo cambió la mañana del octavo día. Alguien la despertó de un profundo y merecedor sueño. Ariela se despertó sobresaltada y contempló con legañas en los ojos a la persona que la zarandeaba suavemente. Era un joven más o menos de su misma edad, con los blancos cabellos largos y rizados, aunque enmarañados y mugrientos por la suerte recibida en los últimos días, labios gruesos pero descarnados, y ropas rasgadas hasta donde la princesa conseguía ver, que dejaban al descubierto un fornido pecho de piel oscura y una reluciente cadena de plata con un bonito broche engarzado a ella. No conocía a ese joven pero el pecho le latió más aprisa que de costumbre, aunque no entendía el porque, quizás fuera porque el joven era la primera persona que le dirigía la palabra en ocho días, aparte de la muchacha que murió en sus brazos el primer día de su nueva y desesperanzada vida.

Ariela se incorporó con cuidado pues el bebé estaba acunado entre su brazo y su flanco izquierdo, le dedicó un cariñoso gesto pues dormía plácidamente sin inmutarse de la desgracia corrida por su pueblo, lo tapó con sigilo y se despegó lentamente de él para hablar con el esturo que la había despertado.

-Mi Señora, tengo que contarte algo.

-¡Qué quieres ahora de mí! ¡Después de una semana de abandono por vuestra parte! -respondió con rencor Ariela.

-Siento de veras lo ocurrido estos días, princesa –se disculpó como pudo el muchacho-. Tienes que entender la situación en la que nos encontramos todos.

-¡Y yo qué! Yo también estoy sola, también he perdido a mi familia y os he perdido a parte de vosotros, mi pueblo. Además tengo que cuidar de este pobre niño sin la ayuda de nadie –manifestó sollozando la princesa.

El joven intentó acercarse para calmarla pero ésta se apartó con despreció enfadada.

-Princesa, me llamo Nealha, y te prometo que te ayudaré en todo lo que en mi mano esté, ¡lo juro por los Antiguos! –declaró con énfasis el chico-, pero antes tienes que escuchar lo que te tengo que contar.

La pequeña adolescente se volvió temblando de rabia hacia el chico que le hablaba tan amablemente como podía, sabiendo que la pobre lo estaba pasando realmente mal.

-Princesa Ariela, un ruido me despertó cuando estaba amaneciendo. Esta noche por fin he conseguido dormir algo, pero ese ruido me sobresaltó. Me pareció distinguir un graznido o algo parecido, no lo pude identificar con más exactitud dormido profundamente como estaba. Pero me levanté y escuché atentamente por si volvía a suceder. Me interné por uno de las sendas por los que estos días has estado paseando, y me pareció ver cómo algunos matorrales se movían al acercarme, como si algún animal se alejara rápidamente de ellos.

La princesa escuchaba ahora atentamente. Un hilo de esperanza comenzaba a forjarse en su mente. Si aquello era cierto significaba que no estaban solos, que en aquella isla había vida. Y si fuera así tenían que seguir buscando.

El joven habló de nuevo con entusiasmo.

-Intenté seguir el rastro de lo que hubiera habido allí mismo, pero no vi nada, ningún rastro, ninguna huella, así que utilice algo

miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo 4. Perdidos (Parte 1)

Capítulo 4

Perdidos

N

otaba cómo el sol quemaba rabiosamente. Era un calor insoportable, pero no conseguía distinguir de donde provenía. Las gotas de sudor bajaban raudas por entre el cuero cabelludo y su terso cuello. ¿Estaría soñando o era real? Seguro que estaba soñando. Serían los primeros rayos del sol que atravesaban todas las mañanas el lujoso ventanal de su cuarto situado en lo alto de una de las torres más majestuosas del castillo.

Un castillo imponente y orgulloso. De blanca piedra labrada a mano que relucía brillante plantando cara incluso al gran astro rey. Con cientos de robustas almenas rodeándolo, sin dar oportunidad a sus bastardos enemigos ni siquiera de poder pisar en los lejanos linderos de sus verdes y cuidados jardines sin ser vistos. Con murallas recias y ostentosas que ni una gran manada de infalibles y poderosos dragones podría derribar. Murallas tan altas que ni las más largas escaleras ni las más potentes catapultas pudieran atravesar. Y un profundo foso que rodeaba la espléndida fortaleza en el que anidaban terroríficos seres capaces de destrozar a un ser vivo, o a un no muerto incluso. Y qué decir de los sólidos portones que daban entrada a la solemne ciudadela, tallados en una aleación de acero pulido mezclado con plata y diamante tan fuerte y resistente que ni mil magos unidos podrían fundir con su portentosa magia, custodiados por varias decenas de valerosos y nobles guerreros esturos que darían su vida sin pensarlo un solo instante si su magnánimo rey así se lo pidiera sin pedir explicación alguna.

Así era el núcleo de la inmejorable ciudad de los esturos, Esturia.

El cuarto de la joven se situaba en el torreón central desde que el se podía divisar claramente la ciudad que rodeaba al gran castillo, su hogar. Era de forma ovalada, y maravillosos tapices colgaban de las paredes y a la vez hacían de cortinas para las decoradas ventanas, en los que se representaban batallas épicas de antiguos caballeros y héroes que se alzaban encima de sus gigantescos rocines negros postrados en sus cuartos traseros ante animales y seres mágicos ya desaparecidos, o hasta bestias inmensas atacadas por los valientes esturos que eran derribadas con lanzas y espadas fulgurantes. Una cama espléndida arropada con edredones de mullidas plumas y cómodos cojines presidía el centro de la estancia, mostrando un invitador llamamiento al descanso. A la derecha de la labrada puerta de entrada se situaba un magnífico tocador cubierto de las más elegantes alhajas, enviadas a la chiquilla en señal de respeto y gratitud por los mejores joyeros de todas las partes del continente, Reino. Y unas altísimas estanterías las cuales daban cabida a miles de libros de todas clases se anclaban en la parte izquierda del amplio cuarto redondeado.

Todas las mañanas la niña veía su maravillosa habitación al entreabrir sus bonitos ojos de un iris amarillento, después de un reconfortante descanso nocturno, y se jactaba de su grandiosidad y poder. No era capaz de imaginar las riquezas que podría guardar si reinara en ese maravilloso mundo. Para ello tendría que ser sabia y justa ante los ojos de su rey, que éste le pasara el Cetro de Oro, aunque quizás lo tuviera fácil, pues el rey era su padre.

Volvería a entreabrir sus preciosos ojos de color amarillo y volvería a ver su preciosa estancia, sentiría su cómoda cama y sus mullidos cojines, se taparía con gusto con su acogedor edredón y rozaría las suaves cortinillas que colgaban del dosel que cubría su lecho.

Y así lo hizo.

De repente una tos alarmante acudió a su reseca garganta. No podía respirar para calmar el tremendo carraspeo, y empezó a notar un dolor insoportable en sus labios al agrietárseles del esfuerzo tan cuarteados que estaban. La bilis acudió a su boca rápida y apremiante, y antes de que pudiera darse cuenta estaba vomitando sin poder controlarlo, sin poder parar. Junto con restos de un amasijo verde y viscoso echó abundante agua salada haciendo que se volviera a ahogar momentáneamente. Notaba como el líquido corría por su cuello y bajaba por su pecho. Al agarrarse el mismo se raspó sin querer pues estaba completamente bañada de arena, empapada de agua y llena algas por todas partes.

Cuando por fin pudo inspirar, empezó a respirar lentamente intentando tranquilizarse poco a poco. Escupió los restos salados de su boca y tragó suavemente, algo que su lengua agradeció, aunque notó nuevamente el sabor de la sangre de sus resecos labios.

Por fin pudo incorporarse un poco del arenoso, ayudándose de sus lánguidos brazos. Se sentía fatigada y terriblemente débil, casi no tenía fuerzas para levantarse y alzar la cabeza. Algo que hubiera deseado no hacer nunca.

El panorama que vio fue desolador, un sinfín de cuerpos ocupaban la marfileña playa en la que habían encallado. Restos de maderas y amasijos de hierros estaban tirados por todos los lados, deshilachadas velas ocupaban gran parte del terreno, además de toda clase de enseres y utensilios de cocina.

Se levantó como pudo y avanzó lentamente por la orilla casi a ciegas pues sus ojos estaban anegados de lágrimas. Por fin había entendido. Habían naufragado. Su barco se esparcía por todas partes. Y su gente también, o lo que quedaba de ellos. Corrió y corrió en pos de sus congéneres. Cuando llegaba a la altura de alguno se tiraba al suelo en busca de ayuda para encontrarse con que ya había muerto. Se habían ahogado. Decenas de hombres, mujeres y niños enredados entre los maderos y poleas, tirados de cualquier forma, en posturas imposibles. Restos de miembros de aquí para allá. Era una pesadilla hecha realidad.

La impotencia se apoderaba de Ariela, ¿por qué?, ¿qué había hecho ella para merecer eso?, ¿y ellos?

A lo lejos oyó voces, una pizca de esperanza acudió a su mente. Avanzó rápidamente hacia la voz que había escuchado. La causante del grito era una joven estura con un bebé acurrucado en sus brazos, que a pesar del naufragio no había consentido soltarlo para que pereciera y se ahogara.

Ariela se tumbó a su lado con presteza, haciendo caso omiso a sus heridas, que surcaban su cuerpo de arriba abajo, sin sentir el dolor de sus labios agrietados. La madre, sin decir una sola palabra acercó al niño a la princesa, que con cuidado aceptó de buen agrado pero con ojos asustados. Un débil susurro apareció en la boca de la joven.

-Cuídalo, por favor, princesa. No puedo más, no lo soporto –demandó la mujer entrecerrando los ojos.

-No, por favor, te lo suplico, no te vayas, no me abandones –reprochó la princesa agitando a su compañera. ¡Tienes que vivir!,

viernes, 23 de mayo de 2008

Capítulo 3. Forjar un destino (Parte 3)

Los golpes y rugidos cesaron de repente y todo quedó en silencio. El chico acercó el oído a la madera pero no notó ningún movimiento en el exterior, pero justo cuando se empezaba a dar la vuelta, la puerta estalló en varios pedazos, varios hocicos asomaron por entre los agujeros y empezaron a gruñir a los desconocidos, los cuales respondieron con gritos de miedo ante la situación que creían se les avecinaba.

De repente un hacha se clavó en la parte superior de la puerta y una voz grave habló por primera vez.

-¡Quién anda ahí, maldita sea! ¡Como te coja te voy a arrancar la piel a tiras, bribón!

-No por favor, señor –acertó a contestar Samara oyendo la voz y viendo que no eran lobos los animales que arañaban la puerta-, no nos haga nada. No queremos robarle, solo estamos pasando la noche, solo queríamos dormir.

El pastor, atento a la voz de mujer que le contestaba, dejó el hacha en el suelo y mandó callar a sus dos perros pastores. Con más calma volvió a preguntar a los chicos que parecían estar dentro.

-Pero qué hacéis aquí dentro, sin mi permiso. Casi os mato, por todos los dioses. Y que narices hace mi cama y mi mesa aquí en medio, diantre, no puedo pasar ni a mi propio cuchitril.

Los chicos viendo que la cosa se calmaba dejaron las mantas a un lado y se dispusieron a quitar los trastos de la entrada.

Con recelo miraron por entre los agujeros. Allí se encontraba el pastor, con un gorro de lana empapado por la escarcha, unas polainas también de lana de oveja que le llegaban hasta la cintura y un jubón colgado en el hombro izquierdo. Un chaleco de cuero tapaba su pecho. Junto a él se encontraban sentados a sus pies sus dos perros que más parecían dos lobos, grises como la ceniza pero todavía cachorros.

Por fin pudieron abrir la puerta, o lo que quedaba de ella y el pastor pudo entrar.

Miró con recelo al los dos pillastres que alojaban su pequeño hogar de temporada. Eran diferentes a las demás personas que conocía por la zona, que no eran muchos, aunque no le extrañó en demasía, pues había conocido gente con su mismo color de piel y su cabello. Algo que seguro les traería problemas, por desgracia.

A los chicos les llevó un rato dar las explicaciones oportunas al hombre, desde hacia donde se dirigían hasta el porque, y éste mientras escuchaba calentaba agua para hacer un poco de té, no tanto como para entrar en calor él mismo sino para que a los jóvenes se les fuera el tembleque que aún les duraba.

Ya casi estaba amaneciendo, y el pastor por fin convino a decir algo.

-Bueno, bueno, así que esa es la historia que os ha traído hasta aquí. Triste carga la que portáis en vuestras jóvenes espaldas, amiguitos –habló con sinceridad Kulp.

Los muchachos miraron apesadumbrados a ese desconocido hombre que comprendía su congoja.

-Pero chicos, entiendo a vuestra abuela, en serio. Yo vivo muy solo aquí, de aquí para allá, sin una familia que me espere cuando llegue a casa o un lugar en el que instalarme definitivamente, pero desde luego volvería a elegir esta situación en la que vivo si tuviera que hacerlo por ellos. Sólo os queda aprender de ello y ser más fuertes. No os quedéis como simples pastores como yo hice. Pensad en el sacrificio hecho, dar importancia a la oportunidad que os brinda la vida y trabajar duro para devolverle el favor a vuestra yaya, como vosotros decís -gesticuló con ánimo Kulp frente a los hermanos.

El discurso duró unos cuantos minutos pero Kulp creyó que era necesario para avivar los pesados corazones de los mozalbetes.

Ambos lo miraron con incredulidad pero con ánimos renovados. Kulp tenía razón, tenían que seguir adelante, llegar a la ciudad y forjarse un destino importante. Llevaban con ellos una espada digna de ello, que según les contó su yaya, perteneció a los mismísimos esturos, y les daría valor y coraje. Además administrarían bien esos ahorros tan costosos de alcanzar por ella y por su abuelo.

Pronto comenzó a salir el sol, y los hermanos empezaron a recoger sus pequeñas riquezas del rincón donde las habían dejado tiradas. Kulp preparó un buen desayuno a base de huevos fritos con chorizo de venado, porque un buen pastor tenía que cuidarse bien con ricas provisiones, y juntos comieron con avidez. Luego les llevó cerca de la casa a una charca con una pequeña fuente de agua potable en la que pudieron llenar unas garrafas recubiertas de piel de jabalí que hacía que el agua se mantuviera fresca gran parte del día, que con gustó les regaló Kulp. También les brindó una serie de explicaciones acerca del camino que debían seguir hasta donde él alcanzaba a conocer. Lo demás lo tendrían que recorrer de nuevo solos.

Finalmente se despidieron con un sincero y agradecido apretón de manos, y dedicaron a los perros unos cariñosos golpes en la cabeza, a lo que éstos correspondieron con una larga carrera saltando y brincando junto a los chicos al emprender su viaje de nuevo.

Cuando el amable pastor deshizo los pasos andados se fijó en la andrajosa puerta y no pudo hacer otra cosa que reír con ganas ante la situación acaecida hacía unas horas. Qué susto que les había pegado a esos dos infelices e inexpertos muchachitos. Solo deseaba que les fuera bien en su largo trecho.

Un pensamiento le vino a la mente. Podía, sí, y lo haría. Cogería algo de comida para el viaje, a sus dos inseparables perros guardianes y a sus lindas y obedientes ovejas e iría a visitar a la valiente Susan. Le daría las gracias por criar a esos nobles chicos. Quizás se pasara una temporada en aquella prometedora aldea, por qué no. Siempre que no molestara a nadie, claro. Además, se estaba empezando a cansar de esa vida sedentaria, llevaba ya muchos años apartado de la inmensa actividad a la que había dedicado toda su vida. Desde hacía algún tiempo estaba sintiendo otra vez el gusanillo en su estómago, una marcha de esas como cuando era joven, pero nada ni nadie le habían sugerido algo convincente y atrayente.

Era el momento, estaba decidido.

Pero antes le quedaba por hacer una tarea harto importante. Cómo se las ingeniaría ahora él para arreglar la dichosa puerta…

jueves, 22 de mayo de 2008

Capítulo 3. Forjar un destino (Parte 2)

Daba igual. Cogió el hatillo alocadamente y salió en pos de su hermana mientras a saltitos se iba atando los cordones de sus desgastadas alpargatas.

La noche llegó más pronto de lo que esperaban. Anduvieron cerca de cuatro horas más, pero no se toparon con nada ni nadie, solo unos cuantos pajarillos revolotearon por entre sus cabezas. Al fin y al cabo estos dos personajes eran nuevos en su territorio.

La oscuridad se empezó a cerrar ante ellos y aligeraron el paso vivamente, no querían dormir en el suelo, a saber qué peligros les acechara allí, en esos parajes desconocidos. Puede que hasta los lobos los intentaran atacar, como decían los vecinos en su antiguo hogar.

Cuando ya se estaban dando por vencidos y estaban más atentos a encontrar un buen lugar donde cobijarse entre los matorrales que en el camino mismo, una luz en la lejanía pareció destellar.

Samara miró con incredulidad, y se fijó en su hermano, el cual también entrecerraba los ojos buscando aquella luz casi inapreciable.

Sí, allí estaba, como a unos dos kilómetros pudieron calcular. Con alegría corrieron hacia la luz, a través de los espesos matorrales. Les costó llegar puesto que la casa, a la que pertenecía la luz, se escondía en el interior mismo del bosque.

Con cuidado se acercaron a la casa. Era pequeña y de color claro, parecía abandonada, sin embargo alguien había tenido que encender dicha luz que se situaba a la entrada. Rodearon la vivienda despacio, intentando no hacer ruido. No querían asustar a nadie, y querían cerciorarse de quién había dentro.

Nada, ni un alma. Tampoco había ventanas que les permitiera ver el interior de la misma, así que decidieron empujar la puerta que se encontraba entreabierta.

El mobiliario dejaba bastante que desear. Una mesa redonda se situaba en el centro del habitáculo rodeada por cuatro sillas. A la izquierda de ésta se encontraba una vieja chimenea ennegrecida por los años de uso. Por lo menos alguien debía habitar ese lugar a menudo. Y a la derecha había un pequeño catre bastante sucio y roído. Tenía toda la pinta de ser de algún pastor que la habitara de vez en cuando, cuando pastara con su rebaño por aquellas cercanías.

Timeos encendió la lámpara de encima de la mesa con una fina varilla de madera y el bote de aceite de quemar cercano a ella.

Pudieron atisbar las paredes también ennegrecidas por la acción del humo.

-El lugar no es muy acogedor pero nos servirá ¿verdad Samara? –preguntó el chico mientras su hermana examinaba el viejo y roído catre.

-No sé hermano. Y si mientras estamos aquí viene el dueño y se enfada. Quizás sea algo austero y no le guste la gente, prefiera la soledad. ¿Qué pensarías tú si te encuentras a dos extraños en tu hogar?

-Pero no queremos robar ni nada parecido, además aquí las joyas brillan por su ausencia. Sólo queremos un lugar donde dormir, además mañana temprano nos iremos, y ya esta.

-Bueno, pero si viene, tú se lo explicas, ¿de acuerdo? –rezongó la chica con los brazos entrelazados en el pecho.

Así, los jóvenes dejaron sus petates y se dedicaron a sus quehaceres.

Timeos salió a buscar algo de leña fuera para encender la chimenea, y así cocer un poco de sopa que les entonara el cuerpo.

Mientras tanto Samara extendió las mantas que transportaban para dormir en el suelo, y acomodó sus pertenencias en un rincón para que no estorbaran. Encontró un trapo igual de sucio y grasiento que utilizó para desempolvar un poco la mesa.

La noche era profunda pero despejada, y una ligera brisa fría se colaba por debajo de la puerta. Aunque seguro que pasarían menos frío allí dentro que en el exterior, pensó Samara.

Timeos recogió unos palos finos para encender el fuego y dos o tres troncos más gruesos para que se quemaran lentamente y no se apagara el mismo, pero entonces oyó un aullido lejano. Asustado, miró para todos los lados buscando la procedencia. Había sonado muy cerca. Y si fueran los lobos. Se dio prisa en recoger más leña y echo a correr como alma que lleva el diablo hacia la pequeña casa sin mirar en ningún momento atrás.

Cuando entró sobresaltó a su hermana.

-¿Qué te pasa Timeos? que vienes corriendo, parece que te persigue un espíritu. No me digas que ahora le tienes miedo a la oscuridad –rió con ganas su hermana querida.

-No es eso idiota. Es que he oído aullar a los lobos. Deben andar por estos parajes. Tenemos que atrancar la puerta con algo, es por el único sitio por el que pueden entrar.

-Pero ¿crees de verdad que nos puedan hacer algo? No saben que estamos aquí, y deben estar acostumbrados a que aquí viva alguien –prosiguió Samara para tranquilizar al muchacho.

-Pues no se si vendrán o no, pero lo que es cierto es que si dejamos la puerta bien cerrada estaremos más seguros –apuntó tajante Timeos.

Los dos acercaron el catre viejo a la puerta en forma de empalizada. Y también la mesa y las sillas.

Samara seguía pensando que su hermano era un exagerado pero le siguió la corriente.

Después de protegerse adecuadamente, Timeos encendió la chimenea, y llenó con agua de los odres una cacerola abollada que estaba cerca del fuego. Tendrían que buscar un arroyo para rellenar a la mañana siguiente las cantimploras si no querían deshidratarse durante lo que quedaba de viaje, y más si hacía calor. Además, no sabían lo que tendrían que andar para llegar a la gran ciudad, y si pasarían por algún lugar de descanso o refresco.

En cuanto estuvo la sopa lista, se sentaron en el suelo y engulleron la cena a base de huevos cocidos, junto con la sopa, y un poco de pan con miel para acompañar.

Luego de saciar el hambre y la sed, al fin y al cabo el día había sido duro entre la caminata y la tristeza que todavía les atenazaba los corazones, se tumbaron entre las mantas y enseguida se quedaron dormidos dándose calor uno al otro, no sin antes echarle un ojo al fuego para que no se apagara entrada la madrugada.

Sonoros golpes en la puerta despertaron a los chicos, golpes que reconocieron como garras arañando la madera, y ciertos gruñidos poco amistosos.

Timeos se encontró de repente agarrado a su hermana intentando alejarse lo que pudiera de la entrada, mientras ésta a su vez hacía lo mismo con él.

Con ojos desorbitados vieron cómo la puerta cedía ligeramente ante los tremendos golpetazos, cada vez más y más fuertes.

No sabían qué hacer, tan asustados como estaban. Por fin el chico reaccionó y cogió un de los troncos gordos sobrantes que aún quedaba casi ileso de las llamas, se acercó lentamente a la improvisada empalizada, mientras se llevaba la mano a los labios advirtiendo a su hermana que no hiciera ruido.

lunes, 19 de mayo de 2008

Capítulo 3. Forjar un destino (Parte 1)

Capítulo 3

Forjar un destino

T

riste fue el comienzo de los dos inseparables hermanos. Hasta donde la vista les alcanzó no dejaron de mirar atrás y despedirse de sus amigos y su familia. Vieron con lágrimas en los ojos como su hermanito del alma les persiguió hasta que finalmente se quedó sin aliento y se echó al suelo sollozando, pero lo mejor para todos era no seguir dando falsas esperanzas. Aún así el alma se les partió, y con ello se abrió un vínculo de añoranza que, sin saberlo, les acompañaría el resto de sus tres vidas.

El día comenzó a caldearse de forma insistente. Acababa de terminar el invierno pero todavía refrescaba sobremanera por las mañanas. Los dos adolescentes tuvieron que despojarse de sus capas de lana algo roídas pues el sudor les caía en regueros a través de la frente y el cuello.

Ninguno de los dos habló durante el trayecto en esa mañana tan absortos en sus pensamientos, en los últimos acontecimientos ocurridos en sus cortas vidas. Simplemente andaban y andaban, sin ver hacia donde se dirigían, siguiendo el camino que se adelantaba ante ellos, sin rumbo fijo más que con sus propias preocupaciones en la cabeza, hasta que llegaron a una bifurcación.

Ambos titubearon, no habían seguido esa vereda tan lejos. Nunca se habían alejado tanto en su infancia de los bosques que rodeaban la aldea, y ahora se arrepentían de ello. Cuan dura debía ser la vida ahí fuera, ahora que se tenían que enfrentar a ella, y sin ayuda de nadie.

Lo pensaron mejor, buscaron una agradable sombra debajo de un frondoso árbol que se encontraba al borde derecho del camino y se apoyaron en unas frescas rocas situadas bajo éste.

Debieron andar cerca de unas seis o siete horas puesto que salieron muy de mañana, y no habían descansado un solo instante, tan ensimismados que iban en su nueva andadura.

Agradecieron el apoyo de los peñascos, no se habían dado cuenta de lo cansados que estaban hasta ese mismo instante, pero tenían que seguir adelante. Por lo menos hasta que pudieran encontrar cobijo para pasar la noche, pronto caería y todavía eran frías para dormir a la intemperie.

Comieron algo de pan y queso, y bebieron agua templada puesto que los odres se les habían calentado un poco en el trayecto.

Pero ni el descanso ni la comida les hizo mella en la tristeza que sentían. No dejaban de pensar en su abuela y en su hermano un solo momento. Recordaban muchas anécdotas, muchas vivencias juntos. Muchas alegrías, cumpleaños, celebraciones, días de fiestas, y también muchas calamidades, momentos desconsoladores.

La muerte de su abuelo hizo en sus vidas un antes y un después. El joven Timeos ayudaba con ahínco al viejo Landor pero sin responsabilidad plena. Hasta ahora éste se había encargado de todo, del cultivo, de la recolección, de la venta de los productos a sus vecinos o de los trueques con los pillos comerciantes venidos de otros lugares. Pero con su muerte Timeos, junto con su abuela, tuvo que aprender rápido, más rápido de lo que él hubiera pensado y querido. A base de dureza sacó adelante la huerta, fardos pesados como mulas fueron movidos por sus brazos endebles todavía, grandes surcos fueron arados con sus tiernas piernas, muchos dedos tuvieron que ser curados por su querida abuela por los numerosos tajos o martillazos provocados por el trabajo día a día, y otras tantas broncas tuvo que soportar para ponerse en el sitio que le correspondía, para sacar el máximo provecho para su familia. Muy pronto para madurar pensaba Timeos todos los días. Pero no le quedó más remedio.

De sus padres poca ayuda podía recibir porque no sabía nada de ellos. Sólo lo que su abuela les contaba de vez en cuando, que murieron en un asalto a la aldea hace algunos años, recién nacido el pequeño Aaron, cuando ellos tenían ocho o nueve años más o menos.

La verdad es que ni Timeos ni Samara se acordaban de ellos, ni les sonaba esa historia, pero según su abuela sufrieron un trastorno tan grande en ese asalto, cuando los amarraron y envenenaron para que los niños no vieran nada, que perdieron la memoria durante una larga temporada.

En Susan tuvo gran ayuda, pero ésta lo estaba pasando realmente mal. En sus espaldas cargó con toda la responsabilidad familiar, y en su alma la muerte de su esposo, algo que la acompañaría siempre. A pesar de ello supo sacar a sus nietos adelante y supo enseñarlos lo más fervientemente posible. Aprendieron a razonar con justicia, a ser leales, humildes, agradecidos, pero también a pensar por sí mismos, a tener valores muy puros y seguirlos fielmente. Por supuesto fueron críos y como tal hicieron múltiples trastadas pero sin maldad alguna.

Pero a Susan quien más la preocupaba era el pequeño Aaron que cuidó desde que era un bebé. A medida que crecía le veía diferente a sus dos hermanos, más pícaro, más calculador, más frío dentro de lo que un crío de tres o cuatro años pueda llegar a ser. También era más egoísta que sus hermanos, lógico pues era el pequeño y le acostumbraron a que no le faltara de nada. Por suerte o por desgracia no había tenido que vivir la muerte de sus padres, y tampoco vivió muy de cerca la muerte de su abuelo pues era muy chiquitito, cosa que a sus hermanos ayudó en gran parte a madurar.

Cuando acabaron de masticar el pedazo de queso que les quedaba, se levantaron pesadamente.

-Samara, tenemos que decidir. El sendero que sigue a la derecha o el que sigue a la izquierda. La verdad que podíamos haber preguntado antes de salir a alguien, seguro que esta parte la conocería, no está tan lejos de la aldea.

-Es cierto hermano –respondió la joven apartándose la lisa y blanca melena de los ojos y cogiéndose una larga cola de caballo en la parte posterior de la cabeza.

-No sé por donde seguir. ¿Y si nos equivocamos y no llegamos a ningún sitio?, no tendremos oportunidad de desandar lo andado para cuando oscurezca.

-Pues démonos prisa en decidir, por lo que parece es igual de bueno o malo tanto uno como el otro así que qué más da. Escojamos al azar.

Samara comenzó a andar rápidamente, casi corriendo, con aire seguro, por el de la derecha.

-Pero Samara –gritó Timeos pues ésta ya estaba unos treinta metros por delante- ¿y si no es el correcto?

jueves, 15 de mayo de 2008

Capítulo 2. Una mañana diferente (Parte 2)

en las zonas limítrofes del bosque y si atacaran a sus pobres gallinas sería una catástrofe para la supervivencia de su familia.

Una familia a la que le faltaban ya muchos miembros. Además de los padres, el abuelo había muerto presa de una enfermedad bastante común, ya que la higiene en ese pequeño pueblo escaseaba. Hacía algo más de dos años que los había dejado pero para Susan, que así era como se llamaba la abuelita, fue una pérdida harto dolorosa. Su amor de toda la vida la había abandonado para siempre, y la había dejado al cuidado de sus tres nietos, para defenderlos, para enseñarlos, para alimentarlos. A Susan se le estaba haciendo muy dura esa época porque se dedicaba al cultivo de hortalizas y al cuidado de gallinas y, aunque alimento no solía faltar, tampoco era mucho dinero el que dejaba a la hora de vender y repartir en el mercadillo de la aldea la producción de su huerto y los huevos conseguidos.

Tan mal fue todo que sus dos nietos mayores tuvieron que salir de la aldea para forjarse su propio destino, a pesar del dolor de la abuela, que tomó la decisión pensado en su nieto más pequeño. De esa manera podrían sobrevivir en el pueblecito tanto ella como el crío.

Fue duro el día de la partida de Timeos y Samara de la aldea. Efectivamente la mañana amaneció fresca y brillante, algo que a los rotos corazones de los habitantes del pueblo alegró en parte. Todo el mundo sabía que iba a ser duro el día porque iba a ser difícil olvidar a los dos jóvenes que con tanto cariño habían criado entre todos. Allí todo el mundo se conocía, no eran muchas las chozas de la aldea, y todos se llevaban bien entre ellos. Cada uno se dedicaba a una tarea distinta para así complementarse y que no les faltara nada en su vida cotidiana, y lo que hiciera falta que no podían fabricar lo compraban a los mercaderes ambulantes que una vez al año se acercaban por allí. Muchos fueron los que se despidieron de los jóvenes cuando les vieron acercarse a la salida del pueblo, con lágrimas en los ojos. Muchos los amigos que tristemente se despedían con la esperanza de volverse a ver cuando ellos pudieran salir también de allí y seguir sus pasos, porque no todo el mundo tenía esa oportunidad. En este caso además la necesidad apremiaba.

El pequeño Aaron no se separaba de sus dos hermanos, no quería que le dejaran solo y no entendía por qué tenían que separarse, aquella época para el estaba siendo una de sus preferidas. El tenía que preocuparse simplemente de las tareas de la escuela, una vez acabadas éstas tenía todo el tiempo del mundo para ayudar a su abuela en el gallinero o recoger los hierbajos que dejaban sus hermanos al limpiar el huerto, o jugar con sus amiguitos a través de las angostas calles al pilla-pilla o al cazadragones. A veces Timeos y él practicaban con la espada de madera que su abuelo les había hecho unos años atrás a cada uno el día de año nuevo, y al pequeño le encantaba. Corría sin cesar detrás de su hermano y soltaba estocadas a diestro y siniestro, tan a diestro y siniestro que nunca daba Timeos, sino que se caía rodando por el suelo de la fuerza que ejercía o se hacía unos moratones de infarto en los brazos y el las piernas, pero que no le dolían en absoluto, se levantaba y vuelta a empezar.

Para quien fue duro de verdad fue para Susan que le caían las lágrimas a borbotones, pero sabía que en el fondo hacía lo correcto, tanto para ella como por ellos. En la aldea no tenían ningún futuro prometedor, nunca aprenderían más de lo que podían tener a mano, no podrían forjarse una vida más allá de la humildad de los campesinos que allí vivían. Y para ello deberían viajar a la ciudad, donde podrían trabajar duro para conseguir ser algo en la vida pero al menos podrían elegir a qué dedicarse, incluso podrían estudiar si les fuera bien. Desde luego con lo poco que les había dado la abuela, unos pocos ahorros que tenía guardados para una ocasión importante no llegarían muy lejos pero sería suficiente para poder empezar a ganarse el pan dignamente.

Los chicos se abrazaron a su yaya con pasión, sin saber si se volverían a ver o no, puesto que la ciudad estaba muy lejos de allí, y la yaya era mayor ya. Timeos se apartó y agarró por los hombros a su hermano menor agachándose para ello.

-Mi pequeño escudero –como le llamaba con cariño la mayoría de las veces-, prométeme que vas a cuidar de la abuela, que la vas a ayudar en todo lo que buenamente puedas, ¿vale?

-Pero Timeos, ¿por qué no os quedáis vosotros y ayudáis también? No quiero quedarme sólo.

-No estás sólo, enano -dijo Samara arrodillándose también a su lado con ternura y tristeza-, estás con la yaya y ella te necesita mucho ahora, eres el hombretón de la casa y tienes que hacerte valer. Anda, di que sí, que lo vas a hacer.

Samara revolvió el cabello de su hermano menor con delicadeza.

-Pues claro que lo voy a hacer, si ya lo soy, ya soy grande y puedo con vosotros ahora mismo, mira.

El pequeño se agarró a la fornida pero todavía joven pierna de Timeos e intentó levantarla, claro que no se movió ni un milímetro. Todos empezaron a sonreír, y el niño al percatarse de la situación se soltó y se rió con ganas también. Unas risas que despejaron levemente la congoja que sentían en esos duros momentos.

Samara se adelantó un paso de nuevo y estrechó fuertemente a su abuela, la cual devolvió el abrazo con cariño. Se dieron un momento de soledad, las dos abrazadas, con la incertidumbre de si se volverían a ver.

-Samara, cariño, te he dado todo cuanto he podido darte, y todo cuanto he podido enseñarte. Has sido una hija para mí, una hija obediente y valiente -susurró en voz baja al oído de su nieta Susan- pero el día tenía que llegar por el bien de vosotros dos. Ten mucho cuidado en el camino, ojalá no os ocurra nada hasta llegar a la gran ciudad, y trabaja muy duro para conseguir algo en la vida. Que el esfuerzo de tus abuelos se vea recompensado, hija mía.

-Claro, abuela. No te preocupes por nosotros, ya somos mayores y sabremos cuidar de nosotros mismos. Cuídate tú también, y cuida de Aaron. Dale esta carta cuando… cuando… -los ojos se le llenaron de lágrimas.

-Si, te entiendo cielo, cuando yo me muera. Ya se que no me queda mucho tiempo pero intentaré vivir lo suficiente para que podáis venir alguno de los dos y llevaros a vuestro hermano con vosotros a la ciudad. Solo deseo eso.

-Seguro, te lo prometo, vendré.

-Y a ti mi querido joven, cuida de tu hermana, es fuerte como el acero pero a la vez frágil como una rosa. Y toma esto, son unas obleas de oro que guardé mucho tiempo atrás esperando que este día llegara.

Susan le tendió a Timeos una bolsa de cuero desgastada. También sacó de entre los pliegues de la falda una vaina echa en cuero negro con ribetes plateados.

-Toma mi pequeño Timeos, guárdala con cuidado y úsala sólo cuando sea necesario, es para defenderos. No hagáis mal alguno con ella pues perteneció a tu padre, y al padre de tu padre, y a toda una generación de nobles esturos que la llevaron con orgullo. Es lo más preciado que tengo para ti, aparte de mi corazón que siempre estará con vosotros, amados míos.

Todos se abrazaron una última vez. Timeos y Samara cogieron sus atillos y emprendieron el largo viaje a través del sendero que serpenteaba en el valle que se abría ante ellos y que seguro, aun después de mucho tiempo, volverían a recorrer.

martes, 13 de mayo de 2008

Capítulo 2. Una mañana diferente (Parte 1)

Capítulo 2

Una mañana diferente

L

os esturos, hombres y mujeres fuertes y esbeltos, de piel oscura y cabellos blancos, con ojos algo rasgados y de colores llamativos, azulados, verdosos, anaranjados o con tintes amarillentos, que se reflejaban incluso en la oscuridad. Solían tatuarse ciertas partes de su cuerpo con motivos mágicos que eran visibles en ciertos momentos, sólo cuando se ayudaban de éstos para invocar a la magia, no sin cierto esfuerzo y agotamiento. Sus ropajes eran livianos a la vez que resistentes, y les protegían de las inclemencias del tiempo y de posibles ataques o heridas que se hicieran en alguna de sus expediciones, bien para cazar o recolectar víveres de trascendencia vital para su alimentación. Generalmente utilizaban la seda e intercalaban colores azulones más bien oscuros con ribetes en plata o bronce, telas que sólo ellos eran capaces de confeccionar, además poseían la virtud de ocultar parcialmente a quien las llevara puestas si lo deseaba. Eran grandes luchadores y conocían el arte de toda clase de armas, espadas, arcos, lanzas, aunque lógicamente se dedicaban a ello con más insistencia los guerreros, encargados de defender a su pueblo e intentar llevar la paz en sus propias tierras, cosa harto difícil, pues era conocido por todos el carácter de estos seres admirados, difícilmente dominables.

También eran grandes estudiosos, sobre todo del arte antiguo, de hecho se comunicaban con su propio idioma que fuera de sus fronteras pocos conocían. Tenían una facilidad asombrosa para aprender y entender, y poseían una inteligencia muy superior al resto de seres mortales. Podían comunicarse con animales y plantas gracias a su poder telepático, incluso podían mover o utilizar y moldear cosas o materiales a su antojo para su propio beneficio sólo con el poder de su mente. Y, no sin un duro aprendizaje, podían teletransportarse a algún lugar conocido o hasta lugares desconocidos para ellos pero que irradiaran una energía similar a la que invocaban.

Envejecían lentamente, de hecho Quiraos los creó como seres inmortales, y sólo dejaban de existir en el reino de los vivos si ellos lo decidían o por muerte provocada, nunca por muerte natural. A pesar de ser una raza noble para con los suyos eran también algo pedantes y egoístas, no sin razón puesto que lo tenían todo, fuerza, nobleza, inteligencia, magia, destreza en el manejo de las armas, autosuficiencia en la artesanía, agricultura o ganadería… y un sinfín de cualidades que cualquiera desearía, y que ellos deseaban, poseían, y se vanagloriaban, por encima de todo. Y esa fue su verdadera perdición, aunque por suerte no para todos.

Hace miles de años los esturos eran una raza unida, vivían en paz con ellos mismos no sin ciertas asperezas. Siempre han ansiado el poder y el liderazgo, por ello su estructura jerárquica era tan fuerte y aplastante, ya que si no fuera así se hubiera desvanecido a las primeras de cambio. Su líder era el más anciano de todos los esturos, y por tanto el más sabio de todos. Gracias a sus consejos los distintos habitantes llegaban a comprender lo verdaderamente importante de la vida, su justicia y su destino como pueblo, su verdadera supervivencia.

Pero un buen día una gran parte de ellos fueron atraídos por una fuerza poderosa y maléfica, y se revelaron contra sus propios congéneres, esturos que no se querían someter al reinado de la oscuridad, desterrándolos al olvido en el gran océano, desconocido para todos. Los obligaron a embarcar sin rumbo fijo para perderlos de vista para siempre, con la idea de que perecieran en ese vasto mar.

Una minoría plantó cara al mal que se apoderaba de su raza, impidiendo que los llevaran al Infierno para unirse a la diosa Nerao, Señora de la Oscuridad, culpable de todo el conflicto. La diosa intentaba reunir un gran ejército desde el Infierno para, en el momento oportuno, atacar Telluón y destruir a todos los seres vivientes que se opusieran a ella, pero para ello necesitaba a los esturos, una de las razas más fuertes que existían.

Ofreciéndoles infinito y mágico poder, gloria, y riquezas los atrajo a su reino de maldad y oscuridad. Pensaron que reinarían para toda la eternidad en todo el continente y que todas las razas se postrarían definitivamente a sus pies cuando ellos conquistaran sus tierras, y lo único que consiguieron fue corromperse para el resto de su existencia. Se fueron marchitando, fueron despojados de sus almas, y sus cuerpos fueron destruidos, inservibles para tal hazaña, siendo simplemente entes errantes al subyugo de su reina, aunque igual de poderosos, Sombras.

Los desterrados embarcados en el ancho mar se fueron debilitando por la falta de agua, alimentos, e inclemencias del tiempo. Iban siempre vigilados por la gran diosa que, aunque desde el Infierno y a través de sus súbditos, tenía el poder suficiente para hacer que siguieran avanzando sin rumbo fijo…”

-…Y se acabó muchachito, ahora hay que dormir que mañana te tienes que levantar pronto para ir a la escuela, ¿eh?

-Pero yaya…

-Ni yaya ni ocho obleas de oro, pequeñajo. Ahora a taparse con las pieles y a soñar con los antiguos guerreros.

-Sí yaya, de mayor seré uno de ellos… y, y, y ganaré muchas batallas, y…

-Sí, sí, pero eso será cuando seas todo un hombretón y hayas salido en busca de aventuras, pero ahora duermes en tu camita en la casa de tus abuelos. De momento esta pobre aldea es tu hogar, hijito mío.

La anciana tapó con cuidado al niño con su manta y le dio un suave beso en la frente, casi con veneración.

-Buenas noche mi niño.

-Buenas noches abuelita, que la paz vuelva a reinar.

-Que la paz vuelva a reinar para ti también.

La abuela se levantó despacio del catre de su nieto y se dirigió al salón cerrando con delicadeza la puerta del pequeño cuarto, no sin antes echar un último vistazo al ángel que estaba con los ojos cerrados y respiraba ya suave y rítmicamente en la cama.

Dejó el libro en la pequeña librería del salón, azuzó las brasas de la vieja chimenea y se dirigió a la puerta de salida. Hacía una noche espléndida. Las nubes blancas y espesas rozaban la luna plateada en el horizonte, y ni un atisbo de lluvia se reflejaba en ellas. La mañana sería límpida y brillante, y quizás hasta algo calurosa para la época en la que se encontraban. Paseó alrededor de la pequeña construcción de madera, paja y barro cocido para comprobar que todo seguía en orden, y se acercó al gallinero para ver si las pequeñas aves estaban tranquilas. Últimamente se rumoreaba que se habían vislumbrado manadas de lobos acechando