lunes, 2 de junio de 2008

Capítulo 4. Perdidos (Parte 3)

de mis reservas de magia. Conseguí captar una débil energía que se alejaba velozmente de mí, así que me dispuse a seguirlo pero después de una buena carrera entre los troncos y plantas comprobé de nuevo que no me acercaba lo más mínimo, lo que fuera era mucho más rápido que yo. Decidí volver puesto que mis fuerzas están muy mermadas.

-¿Esto que me cuentas es cierto? ¿No serán alucinaciones tuyas y de tu agotada mente?

-No, princesa, es cierto. No te mentiría en la situación en la que nos encontramos. Yo también quiero empezar a vivir. Tenemos que sobrevivir estemos donde estemos, y debemos estar todos unidos para poder conseguirlo. Hay fuera hay vida y debemos encontrarla. Hay esperanza de nuevo, mi señora.

La princesa miró al joven con ojos enorgullecidos. Por fin había encontrado una persona que pensara igual que ella, que la ayudara a salir del infierno en el que se encontraba sumida. Debían sobrevivir aunque les faltara media vida, la media vida que se les perdió en medio de aquel vasto y desconocido mar. Media vida que murió con la pérdida de sus padres y su hermano, de sus amigos y vecinos.

Los dos se pusieron manos a la obra. La joven recogió al bebé y se lanzó en pos de Nealha que ya se encontraba contando a los esturos apartados por allí lo que le había ocurrido solo unos momentos antes. La mayoría seguía mirando al horizonte, al cristalino océano causante de tanta muerte, haciendo caso omiso al joven que se desesperaba por sacar del trance en que se encontraban sus amigos, pero poco a poco y gracias a la princesa que ayudaba al joven dando énfasis a su historia conseguían por lo menos que les escucharan. Pronto algunos entendieron y se echaron a llorar abrazándose a ellos desconsoladamente, algo que les sirvió para sacar al exterior toda la rabia contenida. Cosa que sirvió para desahogarse por un momento y prepararse para el siguiente paso que debían dar. Un duro paso que comenzaba por querer vivir de nuevo.

Un grupo de cinco o seis miembros, además de Ariela y Nealha, intentaba convencer relatando de nuevo la historia a los demás esturos que andaban sumidos en profundas elucubraciones.

Por fin, y tras minutos interminables, se ponían en marcha una veintena de esturos que convencidos por sus compañeros, aunque apesadumbrados por el panorama desolador que les rodeaba, recogían las pertenencias del barco que pudieran serles de utilidad.

Se repartieron en varios grupos cada uno recorriendo la playa de aquí para allá, montando pequeñas e improvisadas viviendas construidas con lo que podían, con tablones y sogas o velas de las embarcaciones destrozadas, en las que poder refugiarse de las lluvias o pasar la noche, o recogiendo frutas y viandas para repartir entre todos, o agua dulce de la que poder beber de las incontables y gigantescas hojas de las distintas y enrarecidas plantas que habitaban en aquel lugar, que falta les hacía. Siempre según las indicaciones que la joven princesa les iba dando pues era la única que conocía algunas zonas de la isla.

Ariela contemplaba con satisfacción y alegría cómo su pequeño pueblo, en total unos veintitantos esturos supervivientes, de distintas edades, entre hombres, mujeres y algunos pequeños, se afanaban en recomponer sus vidas de nuevo. Sabía que para ellos era duro empezar a vivir cuando solo querían morir junto a los suyos pero era mejor así. Nadie quedó ya perdido en sus propios pensamientos. Todos se movieron con presteza siguiendo a Nealha en sus indicaciones, pues se hizo el líder del destrozado grupo demostrando a Ariela que la ayudaría en todo lo posible como prometió.

A otros les tocó el trabajo más duro de todos los presentes. Inspeccionaron con terrible dolor los cadáveres de sus congéneres buscando algo de lo que poder aprovecharse, por desgracia a ellos no les haría ya falta. Recogieron ropas que poder usar como prenda o como sogas, guardaron con beatitud varios colgantes en señal de recuerdo a los fallecidos, y los limpiaron y embalsamaron como pudieron con veneración. Una vez hecho esto entre todos los presentes apilaron a sus amigos fallecidos en largas hileras y les prendieron fuego a la vez que rezaban al Dios Creador para que acogiera sus almas en Caelum, el reino de los cielos.

Mientras la triste y desconsolada chiquilla rezaba despidiendo a su pueblo allí presente un pensamiento estremecedor le pasó por la cabeza. Sus padres, su hermano, Naia, ¿dónde estarían?, ¿habrían conseguido sobrevivir?, ¿estarían en una isla perdida como ella?, ¿o habrían muerto y no los volverían a ver nunca más? Las lágrimas cayeron de forma abundante por su tersa aunque maltrecha tez morena mientras contemplaba, abrazando con amor al niño adormilado en sus brazos, las aguas infinitas que se removían de forma incesante frente a ella, intentando vislumbrar un breve movimiento en el mar, un vestigio de su familia en el horizonte.

Dos ojos francos y sinceros observan escondidos tras los oscuros árboles frutales que se encuentran detrás del grupo. Ojos que brillan llorosos en la oscuridad del anochecer ante la visión proyectada frente a ellos. Un tierno corazón compungido ante tamaño dolor y pesar. Un compasivo corazón, invisible para los que no ven con mirada noble y pura.

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