viernes, 30 de mayo de 2008

Capítulo 4. Perdidos (Parte 2)

¡tienes que ayudarme!, por favor, no, no… -lloró desconsolada la chiquilla.

Pero era tarde, la mujer se había ido, junto con muchos de sus compañeros allí tirados.

El bebé no cesaba de llorar, estaba sucio y lleno de arena. Sólo un pequeño trapo lo cubría, tenía parte del cuerpo arañado y la sensible piel quemada por el sol. Pero Ariela lo apretaba contra su pecho como si fuera el único ser que seguía con vida en el mundo, y tenía que conservarlo en éste como fuera.

A lo lejos comenzaron a levantarse algunos esturos más. Ariela los miró con alegría. Más gente seguía con vida, no se encontraba sola. Se levantó y fue en pos de ellos que, poco a poco, fueron reuniéndose. Débiles pero jubilosos se abrazaban consolándose unos a otros por lo que habían vivido, porque todavía vivían, y por sus amigos muertos, desperdigados en la blanca arena por todos lados.

Lloraron amargamente por ellos, todos iban tras sus fallecidos, implorando a los dioses que les devolvieran la vida en unos casos, clamando al cielo a los mismos dioses que habían dejado que murieran en otros. Muchos juraron venganza eterna, ante esos dioses, ante la Diosa Oscura y ante sus propios compatriotas que los echaron de sus tierras y que pagarían por ello en cuanto sus vidas pudieran cruzarse si algún día se producía ese encuentro.

Así comenzó la supervivencia de una de las razas más imponentes e inteligentes que habitaban el continente, criaturas creadas por Quiraos para que reinaran, junto con otros seres poderosos como los dragones, el mundo que él había creado.

La mañana posterior y los días venideros fueron los más duros de la inmortal vida de la raza de los esturos.

Pasaron esos días perdidos en aquella insólita isla en la que llegaron por accidente. Perdidos porque no sabían donde estaban, perdidos en sus propios pensamientos, en sus propios rezos, en las propias despedidas de sus seres más queridos. Perdidos sin saber qué hacer, hacia donde dirigirse, qué comer o donde dormir. Parecían cuerpos sin alma, no hablaban entre ellos, sólo caminaban o se balanceaban sobre sí mismos en algún lugar de la deshabitada playa.

Sólo una persona estaba preocupada por la situación en la que se encontraban, y esa era Ariela. No porque no estuviera preocupada, pues estaba aterrorizada, sino porque debía cuidar como podía del niño que rescató de los brazos de su moribunda madre, y aunque pedía ayuda a sus amigos y compatriotas nadie le hacía caso, así que tuvo que buscar la manera de sobrevivir en esos primeros días, sola.

Recorrió varios senderos naturales a través de los agrestes bosques que lindaban con la hermosa playa. Encontró la forma de hidratarse levemente bebiendo las gotas de lluvia recogidas en las grandes hojas de algunas plantas gigantescas que se encontraba por el camino, y frutas que machacaba hasta hacerlas puré para poder alimentar al bebé y a ella misma pues no podía abrir bien la boca de las heridas que tenía. Descubrió que cierto tipo de raíces también eran comestibles y, aunque con un regusto algo amargo, tenían un sabor agradable. Lavó con mimo al pequeño en una charca de agua cristalina que encontró el cuarto día en una de sus penosas expediciones, y ella se enjuagó como pudo también. Pero no conseguía llegar a ninguna parte, no había nada ni nadie que la pudiera ayudar, la isla estaba completamente desierta así que cuando anochecía desandaba el sendero que llegaba hasta la playa para dormir cerca de los suyos ya que, aunque no le hacían el más mínimo caso, se sentía algo más segura que durmiendo en la poblada jungla.

Tan deshidratada y desnutrida estaba, a pesar de conseguir algo de alimento, que no podía ni pensar en cuanta gente había dejado de ver. Personas que en su vida cotidiana la rodeaban, la servían, daban conversación, vivían con ella. Sus padres, su hermano, sus amigas y amigos. El trastorno sufrido en aquel terrible naufragio había hecho mella en la joven infanta.

Pero algo cambió la mañana del octavo día. Alguien la despertó de un profundo y merecedor sueño. Ariela se despertó sobresaltada y contempló con legañas en los ojos a la persona que la zarandeaba suavemente. Era un joven más o menos de su misma edad, con los blancos cabellos largos y rizados, aunque enmarañados y mugrientos por la suerte recibida en los últimos días, labios gruesos pero descarnados, y ropas rasgadas hasta donde la princesa conseguía ver, que dejaban al descubierto un fornido pecho de piel oscura y una reluciente cadena de plata con un bonito broche engarzado a ella. No conocía a ese joven pero el pecho le latió más aprisa que de costumbre, aunque no entendía el porque, quizás fuera porque el joven era la primera persona que le dirigía la palabra en ocho días, aparte de la muchacha que murió en sus brazos el primer día de su nueva y desesperanzada vida.

Ariela se incorporó con cuidado pues el bebé estaba acunado entre su brazo y su flanco izquierdo, le dedicó un cariñoso gesto pues dormía plácidamente sin inmutarse de la desgracia corrida por su pueblo, lo tapó con sigilo y se despegó lentamente de él para hablar con el esturo que la había despertado.

-Mi Señora, tengo que contarte algo.

-¡Qué quieres ahora de mí! ¡Después de una semana de abandono por vuestra parte! -respondió con rencor Ariela.

-Siento de veras lo ocurrido estos días, princesa –se disculpó como pudo el muchacho-. Tienes que entender la situación en la que nos encontramos todos.

-¡Y yo qué! Yo también estoy sola, también he perdido a mi familia y os he perdido a parte de vosotros, mi pueblo. Además tengo que cuidar de este pobre niño sin la ayuda de nadie –manifestó sollozando la princesa.

El joven intentó acercarse para calmarla pero ésta se apartó con despreció enfadada.

-Princesa, me llamo Nealha, y te prometo que te ayudaré en todo lo que en mi mano esté, ¡lo juro por los Antiguos! –declaró con énfasis el chico-, pero antes tienes que escuchar lo que te tengo que contar.

La pequeña adolescente se volvió temblando de rabia hacia el chico que le hablaba tan amablemente como podía, sabiendo que la pobre lo estaba pasando realmente mal.

-Princesa Ariela, un ruido me despertó cuando estaba amaneciendo. Esta noche por fin he conseguido dormir algo, pero ese ruido me sobresaltó. Me pareció distinguir un graznido o algo parecido, no lo pude identificar con más exactitud dormido profundamente como estaba. Pero me levanté y escuché atentamente por si volvía a suceder. Me interné por uno de las sendas por los que estos días has estado paseando, y me pareció ver cómo algunos matorrales se movían al acercarme, como si algún animal se alejara rápidamente de ellos.

La princesa escuchaba ahora atentamente. Un hilo de esperanza comenzaba a forjarse en su mente. Si aquello era cierto significaba que no estaban solos, que en aquella isla había vida. Y si fuera así tenían que seguir buscando.

El joven habló de nuevo con entusiasmo.

-Intenté seguir el rastro de lo que hubiera habido allí mismo, pero no vi nada, ningún rastro, ninguna huella, así que utilice algo

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