sábado, 7 de junio de 2008

Capítulo 5. K´gdar (Parte 2)

Samara se revolvió en su incómodo camastro hecho de hojas que hacían de improvisado colchón, y se arrebujó en su gastada manta de una manera inquieta. Aunque estaba profundamente dormida parecía todo muy real. Soñaba que veía claramente donde ella misma y su hermano descansaban. Veía la fogata situada entre ambos que hizo de hogar para calentar la sopa que tomaron esa misma noche, aunque desprendía un resplandor azulado que no provenía del mismo fuego. Pero lo veía todo desde un ángulo imposible. No podía ser real y sin embargo notaba cómo la brisa helada de la noche se le colaba entre sus plumas haciéndola temblar de frío. Vio claramente cómo se movían los matorrales situados a la derecha de ellos dos, y vio cómo se acercaba una silueta hacia ambos de más o menos medio metro de alto. Distinguió unas pequeñas botas que no dejaban ni rastro en el suelo de hojas y notó que andaba de una forma sigilosa, sin hacer ningún ruido. Unos pequeños y ajustados pantalones oscuros cubrían sus cortas y bien formadas piernas, y una blusa también oscura tapaban su pequeño pecho y sus brazos. De repente de debajo de las mangas surgieron unas afiladas garras que se acercaron a su hermano peligrosamente. Tenía que avisarlo como fuera, estaba en peligro y éste ni se inmutaba por ello, pero ¿cómo lo haría? ¿y que hacía ella encima de una rama de árbol si estaba tumbada entre dos enormes ramas que la daban cobijo y protección?

La silueta oyó un revoloteo por encima de su cabeza y miró hacia arriba con algo de temor buscando qué pudiera acecharle, pero no vislumbró nada y prosiguió con su tarea. Debía ser algún búho o alguna lechuza que anidara por los parajes. Se acercó más y más para ver al extraño ser que se encontraba tumbado delante de él. No había visto a ningún humano con esas características, de hecho hacía mucho tiempo que no se cruzaba con ninguno de ellos. Hubo un tiempo que la gente recorría aquellos espesos bosques de robles, nogales, helechos o pinos, pero de eso hacía ya mucho tiempo, tanto que ni se acordaba.

La garra alcanzó el petate y tiró de él lentamente con aire triunfante, sabía que ella estaba allí. La había visto en los dos días anteriores cuando el joven muchacho recorría el camino que serpenteaba por su bosque. La conocía muy bien, seguramente mejor que su actual propietario. Era de su tribu, les pertenecía por derecho.

Fue una tremenda sorpresa cuando en una de sus nuevas y recientes expediciones desde que se despertara de nuevo se cruzó con los dos muchachos. Un débil rayo de sol se coló por los enormes árboles que abovedaban el bosque y distinguió un reflejo en la parte superior de la espalda del joven. La empuñadura asomaba perezosamente a través del viejo morral del inconsciente. La había reconocido. De un metal tan antiguo como el propio mundo y a su vez tan reluciente, aunque ahora algo ennegrecido por el paso del tiempo y el mal cuidado, la empuñadura no dejaba lugar a dudas. De forma ovalada, dejando un hueco para poder asirla cómodamente, la cubría un retazo de cuero negro azabache algo deteriorado. Acababa en sus extremos en sendas garras semejantes a las de un felino y en el centro de ella se hallaba una piedra preciosa de un color marrón anaranjado con ribetes negros que cambiaba de color según la incidencia del rayo de luz semejando un ojo de gato.

Era una suerte, años y años de espera y justo cuando despierta de su impuesto y envenenado sueño se encuentra con aquello que toda su gente venera. Pero debía andar con mucho cuidado pues no debía perder la oportunidad de recuperar su tesoro, el tesoro de su gente, el espíritu de su pueblo, el Reino de Felius.

De repente un graznido rompió el silencio de la noche y el husmeador salió a todo correr del claro volviendo por donde había venido, temeroso de que los dos muchachos lo cogieran de improvisto.

Timeos se sobresaltó al oír una especie de grito en medio de aquel silencio, y se asustó pues no acertaba a saber de donde provenía ni qué había sido lo que lo había provocado, pero era claro que lo que fuera o quien fuera estaba muy cerca. Rápidamente echó mano de la espada que su abuela le había dado quince días atrás pensando en defenderse y defender a su hermana como fuera, incluso dando su vida si fuera necesario, pero lo único que alcanzó a ver fue un ave de color negro que salió volando de una de las ramas del árbol situado frente a él, y que con gran alivio reconoció como un pájaro que misteriosamente los había seguido durante gran parte del trayecto preguntándose ambos en varias ocasiones por qué los estaba siguiendo, aunque de forma distante y acobardada.

Timeos miró a su hermana de forma sigilosa viendo que ésta ni se había inmutado por el hecho ocurrido hacía unos instantes y volvió al sencillo catre cubriéndose con la precaria manta intentando

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