miércoles, 28 de mayo de 2008

Capítulo 4. Perdidos (Parte 1)

Capítulo 4

Perdidos

N

otaba cómo el sol quemaba rabiosamente. Era un calor insoportable, pero no conseguía distinguir de donde provenía. Las gotas de sudor bajaban raudas por entre el cuero cabelludo y su terso cuello. ¿Estaría soñando o era real? Seguro que estaba soñando. Serían los primeros rayos del sol que atravesaban todas las mañanas el lujoso ventanal de su cuarto situado en lo alto de una de las torres más majestuosas del castillo.

Un castillo imponente y orgulloso. De blanca piedra labrada a mano que relucía brillante plantando cara incluso al gran astro rey. Con cientos de robustas almenas rodeándolo, sin dar oportunidad a sus bastardos enemigos ni siquiera de poder pisar en los lejanos linderos de sus verdes y cuidados jardines sin ser vistos. Con murallas recias y ostentosas que ni una gran manada de infalibles y poderosos dragones podría derribar. Murallas tan altas que ni las más largas escaleras ni las más potentes catapultas pudieran atravesar. Y un profundo foso que rodeaba la espléndida fortaleza en el que anidaban terroríficos seres capaces de destrozar a un ser vivo, o a un no muerto incluso. Y qué decir de los sólidos portones que daban entrada a la solemne ciudadela, tallados en una aleación de acero pulido mezclado con plata y diamante tan fuerte y resistente que ni mil magos unidos podrían fundir con su portentosa magia, custodiados por varias decenas de valerosos y nobles guerreros esturos que darían su vida sin pensarlo un solo instante si su magnánimo rey así se lo pidiera sin pedir explicación alguna.

Así era el núcleo de la inmejorable ciudad de los esturos, Esturia.

El cuarto de la joven se situaba en el torreón central desde que el se podía divisar claramente la ciudad que rodeaba al gran castillo, su hogar. Era de forma ovalada, y maravillosos tapices colgaban de las paredes y a la vez hacían de cortinas para las decoradas ventanas, en los que se representaban batallas épicas de antiguos caballeros y héroes que se alzaban encima de sus gigantescos rocines negros postrados en sus cuartos traseros ante animales y seres mágicos ya desaparecidos, o hasta bestias inmensas atacadas por los valientes esturos que eran derribadas con lanzas y espadas fulgurantes. Una cama espléndida arropada con edredones de mullidas plumas y cómodos cojines presidía el centro de la estancia, mostrando un invitador llamamiento al descanso. A la derecha de la labrada puerta de entrada se situaba un magnífico tocador cubierto de las más elegantes alhajas, enviadas a la chiquilla en señal de respeto y gratitud por los mejores joyeros de todas las partes del continente, Reino. Y unas altísimas estanterías las cuales daban cabida a miles de libros de todas clases se anclaban en la parte izquierda del amplio cuarto redondeado.

Todas las mañanas la niña veía su maravillosa habitación al entreabrir sus bonitos ojos de un iris amarillento, después de un reconfortante descanso nocturno, y se jactaba de su grandiosidad y poder. No era capaz de imaginar las riquezas que podría guardar si reinara en ese maravilloso mundo. Para ello tendría que ser sabia y justa ante los ojos de su rey, que éste le pasara el Cetro de Oro, aunque quizás lo tuviera fácil, pues el rey era su padre.

Volvería a entreabrir sus preciosos ojos de color amarillo y volvería a ver su preciosa estancia, sentiría su cómoda cama y sus mullidos cojines, se taparía con gusto con su acogedor edredón y rozaría las suaves cortinillas que colgaban del dosel que cubría su lecho.

Y así lo hizo.

De repente una tos alarmante acudió a su reseca garganta. No podía respirar para calmar el tremendo carraspeo, y empezó a notar un dolor insoportable en sus labios al agrietárseles del esfuerzo tan cuarteados que estaban. La bilis acudió a su boca rápida y apremiante, y antes de que pudiera darse cuenta estaba vomitando sin poder controlarlo, sin poder parar. Junto con restos de un amasijo verde y viscoso echó abundante agua salada haciendo que se volviera a ahogar momentáneamente. Notaba como el líquido corría por su cuello y bajaba por su pecho. Al agarrarse el mismo se raspó sin querer pues estaba completamente bañada de arena, empapada de agua y llena algas por todas partes.

Cuando por fin pudo inspirar, empezó a respirar lentamente intentando tranquilizarse poco a poco. Escupió los restos salados de su boca y tragó suavemente, algo que su lengua agradeció, aunque notó nuevamente el sabor de la sangre de sus resecos labios.

Por fin pudo incorporarse un poco del arenoso, ayudándose de sus lánguidos brazos. Se sentía fatigada y terriblemente débil, casi no tenía fuerzas para levantarse y alzar la cabeza. Algo que hubiera deseado no hacer nunca.

El panorama que vio fue desolador, un sinfín de cuerpos ocupaban la marfileña playa en la que habían encallado. Restos de maderas y amasijos de hierros estaban tirados por todos los lados, deshilachadas velas ocupaban gran parte del terreno, además de toda clase de enseres y utensilios de cocina.

Se levantó como pudo y avanzó lentamente por la orilla casi a ciegas pues sus ojos estaban anegados de lágrimas. Por fin había entendido. Habían naufragado. Su barco se esparcía por todas partes. Y su gente también, o lo que quedaba de ellos. Corrió y corrió en pos de sus congéneres. Cuando llegaba a la altura de alguno se tiraba al suelo en busca de ayuda para encontrarse con que ya había muerto. Se habían ahogado. Decenas de hombres, mujeres y niños enredados entre los maderos y poleas, tirados de cualquier forma, en posturas imposibles. Restos de miembros de aquí para allá. Era una pesadilla hecha realidad.

La impotencia se apoderaba de Ariela, ¿por qué?, ¿qué había hecho ella para merecer eso?, ¿y ellos?

A lo lejos oyó voces, una pizca de esperanza acudió a su mente. Avanzó rápidamente hacia la voz que había escuchado. La causante del grito era una joven estura con un bebé acurrucado en sus brazos, que a pesar del naufragio no había consentido soltarlo para que pereciera y se ahogara.

Ariela se tumbó a su lado con presteza, haciendo caso omiso a sus heridas, que surcaban su cuerpo de arriba abajo, sin sentir el dolor de sus labios agrietados. La madre, sin decir una sola palabra acercó al niño a la princesa, que con cuidado aceptó de buen agrado pero con ojos asustados. Un débil susurro apareció en la boca de la joven.

-Cuídalo, por favor, princesa. No puedo más, no lo soporto –demandó la mujer entrecerrando los ojos.

-No, por favor, te lo suplico, no te vayas, no me abandones –reprochó la princesa agitando a su compañera. ¡Tienes que vivir!,

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