jueves, 24 de enero de 2008

Prólogo (Pág. 3)

de mirar al cielo, esas sombras nos siguen de lejos y no creo que vayan a cejar en su empeño de alejarnos cada vez más de la costa. Además, cada vez que intentamos virar ligeramente un rayo nos alcanza y tememos que llegue a incendiar el barco. Nos llevan rumbo oeste vete a saber donde. Los demás parecen tener los mismos problemas que nosotros, incluso me cuesta saber dónde están situados, suponiendo que sigan a flote…

-Sí, lo hemos visto, mi querido Lalos -dijo un hombre alto pero algo encorvado. Llevaba el pelo largo y tenía algunas entradas en el cuero cabelludo que no se dejaban ver gracias a la corona en forma de diadema que rodeaba la frente y la parte posterior de la cabeza, de la que sobresalían dos pequeñas alas plateadas en los extremos y un cuerno dorado centrado al frente. Sus ojos eran de un gris mortecino que dejaba entrever que pertenecían a alguien de cierta edad a pesar de ser un esturo. Su túnica plateada con ribetes dorados y azules en los bordes y cuello estaba sucia y hecha jirones donde rozaba en el suelo de madera, y en su cinturón colgaba un bastón de medio metro de largo hecho en oro, con runas dibujadas en plata que recorrían éste dándole una magnificencia notable. Los extremos acababan en dos puntas de flecha también plateadas en cuyos centros se engarzaban sendos zafiros negros completamente lisos. El encargado de llevar el Cetro de Oro era el Rey de los Esturos, y lo iba pasando de generación reinante en generación reinante puesto que no seguían una línea de descendencia directa como en cualquier otro reinado, sino que el reinado pasaba al más anciano y sabio de todos. Ahora era el turno de Heléanos.

-Llevamos toda la noche mirando por la ventana y no hemos notado prácticamente cambio alguno al llegar el alba. Seguimos debatiendo nuestro destino, dentro de las pocas posibilidades que nos ofrecen, y seguimos sin ver un final feliz -dijo sentándose en una de las carcomidas sillas

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