jueves, 24 de enero de 2008

Prólogo (Pág. 2)

par de semanas y miedo por lo que les quedara por vivir, si es que lo hacían.

El contramaestre se dirigió al fondo del destartalado navío por un estrecho pasillo alumbrado sólo por un par de lámparas rotas, apoyándose en las pegajosas paredes de madera por el continuo y desesperante bamboleo que provocaba el enrarecido oleaje, y se encontró con una puerta cerrada en la que se escuchaban varias voces acaloradas.

-Mi Señor, ¡tenemos que hacer algo urgentemente! No nos quedan víveres, no para tantos como somos, y el agua dulce empieza a escasear también, debemos tomar una determinación o todos pereceremos en este asqueroso barco -alzó la mano con rabia intentando atrapar a varios bichejos que merodeaban alrededor suyo.

La sala era muy pequeña, bastante desordenada y sucia, claro que dadas las circunstancias daba exactamente igual, por lo menos era suficiente para poder debatir ciertos problemas de urgencia extrema sin que los demás pudieran oírlos y así no transmitir su grave preocupación. La escasa luz que emitía un candil viejo encima de una mesa tambaleante y corroída por las carcomas, un par de sillas igualmente destartaladas, y un pequeño catre hundido y lleno de pulgas era toda la decoración del cuartito, y desde luego no era digno de un rey, ni mucho menos.

-Sí, ya lo sé, no hace falta que me lo recuerdes, te olvidas que yo también cargué las provisiones -se oyeron dos leves toques en la puerta-. Ese debe ser Lalos, ¡adelante! -voceó el personaje.

-Que la paz vuelva a reinar -dijo Lalos cerrando la puerta tras entrar, un saludo tristemente inventado tras los recientes acontecimientos-. Mi señor, supongo que habéis echado un vistazo al día, si es que se puede llamar así, allí arriba la tempestad nos puede, los hombres están cada vez más débiles y con la moral por los suelos, además no dejan

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