sábado, 12 de julio de 2008

Capítulo 7. Segundo intento (Parte 1)

Capítulo 7

Segundo intento

M

ientras el temible y gallardo caballero intentaba recuperarse del tremendo golpazo, los dos jóvenes siguieron su camino sin darse cuenta de la situación tan absortos como estaban en sus propios pensamientos. No se daban ni un respiro pues cuanto más rápido fueran antes saldrían de ese embrujado bosque.

Avanzaban con paso firme saltando por encima de los salvajes matojos, bordeando los anchos troncos y apartando la maleza con los brazos. De repente se encontraron en un pequeño claro en el que los rayos del sol brillaban e incidían de lleno en una enorme piedra llena de musgo blanquecino en una de sus caras, la menos expuesta al astro rey. Pensaron que era buen momento de hacer un alto, descansar y reponer fuerzas pues el viaje a través de la maleza estaba siendo agotador y un poco de luminosidad daría vigorosidad a sus cuerpos y sus mentes. Sin pensárselo dos veces abrieron sus zurrones y sacaron sendos trozos de queso curado y un buen puñado de moras negras, además de sus cantimploras de piel de jabalí, y se dispusieron a dar buena cuenta de sus provisiones.

Después de un buen almuerzo, y con los rayos de sol incidiendo directamente en sus caras, el sueño empezó a apoderarse de ellos sin darse cuenta, hasta que los dos hermanos, apoyando las cabezas el uno en el otro, se abandonaron inconscientemente a una pequeña pero reconfortante siesta.

Momento que aprovechó el todavía renqueante y dolorido gato para preparar su siguiente asalto, algo que no podía fallar, un ataque fulminante en el que sus presas no se dieran ni cuenta de que habían caído en su trampa mortal hasta que no estuvieran encerradas sin escapatoria alguna.

Esta vez no se podrían zafar como antes. Lo tenía todo bien pensado, llevaba mucho tiempo pensado en cómo atraparlos sin ser descubierto, así que se puso zarpas a la obra, y nunca mejor dicho. A la salida del acogedor claro donde dormían plácidamente los inconscientes ladrones de tesoros, justo donde comenzaba de nuevo la angosta vereda, el Sr. Strömboli empezó a cavar un agujero lo bastante profundo como atraparlos sin que pudieran alzarse para salir a la superficie. En silencio pero con rapidez la tierra salía despedida en todas direcciones para no amontonarla y levantar sospechas fundadas. Poco a poco y con gran esfuerzo el temible captor, futuro héroe de su pueblo natal, fue haciendo un hueco en la tierra humedecida de tal manera que fue enterrándose cada vez más.

Al cabo de un rato la peligrosa trampa ya enterraba por completo al cazador pero éste seguía y seguía cavando pues los chicos eran más grandes que él. Cuanto más profundizaba más húmedo estaba el subsuelo, toda clase de insectos y parásitos salían de sus recortados túneles viendo al que sin querer había eliminado sus laboriosos trabajos, perplejos del animal que se encontraba ante ellos y percatándose de cómo se iba adentrando en el agujero cada vez más.

El gato ahondaba sin cesar, y la tierra empezaba a ser un problema porque no llegaba ya prácticamente a lanzarla fuera del hueco pues éste había adquirido una profundidad de casi dos metros por otro de ancho. Tendría que pensar cómo sacarla de allí antes de seguir profundizando un poco más pues todavía los jóvenes podrían escapar. Así que empezó a amontonar a un lado del agujero a modo de escalera de tal forma que iba subiendo montón a montón para ir sacando lo que quedaba de guijarros y barro apelmazado. Cada vez tenía que construir más escalones para sacar el fango cada vez más pringoso, a la vez que tenía menos sitio para seguir excavando:

-Bien -pensó-, pronto acabaré mi trampa mortal y los cogeré sin compasión, la espada será mía.

El tiempo pasaba, aunque no sabía cuánto, pero debía darse prisa pues las siestas no son eternas por lo general y si sus apresados se despertaban y le cogían por sorpresa allí metido el que no podría escapar sería él, y a saber qué le podrían hacer, seguro que mil diabluras.

Llegó el momento de salir de aquel pringoso agujero para dar el toque de gracia a su infalible plan, así que fue deshaciendo los montones unos a uno para dar la profundidad final al hueco sin darse cuenta que cuanto más quitaba más lejos estaba del borde. Por fin eliminaba el último y al mirar para arriba para admirar su obra maestra se dio cuenta de que había trabajado bien, tan bien que la orilla le pareció un poco lejana, demasiado lejana. Con la agilidad que le caracterizaba comenzó a trepar agarrándose a las pequeñas raíces que colgaban en las resbaladizas paredes, tan resbaladizas que a veces las zarpas se soltaban y caían unos pequeños centímetros hasta que volvía a posar en firme sus cortas patas traseras.

Los sudores le caían a borbotones después del esfuerzo hecho y de la escalada, y comenzó a ponerse nervioso pensando si estarían todavía durmiendo los chicos y si él conseguiría salir de aquel mugriento agujero, era de los gatos más ágiles de su pueblo y por ende no le debería dar problemas la escalada pero no había contado con su entusiasmo a la hora de cavar ni de la humedad bajo tierra.

Samara se despertó algo sobresaltada de su frugal siesta. Había descansado bastante pues la noche fue muy movida y estaba agotada pero no había dejado de oír ruidos lejanos cerca de ellos. Lo mejor sería despertar a su hermano Timeos y recoger el campamento, todavía quedaba mucha floresta por recorrer. Zarandeó a su hermano con suavidad y se fijó en baba que le caía por la comisura derecha de la boca, dando una impresión nada agradable aunque jocosa.

-Vamos perezoso –llamó jovial la joven de tez morena a su compañero de viaje.

-Eh… ahhg… déjame en paz hermanita, estoy muy a gusto aquí al calor de la piedra.

-Pues como sigas así de remolón te vas a convertir en un lagarto, sólo te falta tumbarte a la bartola encima de la roca – reprochó con animo Samara.

Timeos se despertó con un leve gruñido y se limpió con la manga de la sucia chaqueta de lana que su abuela había tejido a cada uno con cariño. Rápidamente recogieron sus pertenencias y se pusieron en marcha.

El Sr. Strömboli estaba a punto de alcanzar la cima de la “enorme cumbre” que él mismo había construido cuando oyó a los jóvenes que hablaban entre sí, tenía que darse prisa, se acababan de despertar y todavía quedaba cubrir la trampa para disimularla. Salió

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