jueves, 22 de mayo de 2008

Capítulo 3. Forjar un destino (Parte 2)

Daba igual. Cogió el hatillo alocadamente y salió en pos de su hermana mientras a saltitos se iba atando los cordones de sus desgastadas alpargatas.

La noche llegó más pronto de lo que esperaban. Anduvieron cerca de cuatro horas más, pero no se toparon con nada ni nadie, solo unos cuantos pajarillos revolotearon por entre sus cabezas. Al fin y al cabo estos dos personajes eran nuevos en su territorio.

La oscuridad se empezó a cerrar ante ellos y aligeraron el paso vivamente, no querían dormir en el suelo, a saber qué peligros les acechara allí, en esos parajes desconocidos. Puede que hasta los lobos los intentaran atacar, como decían los vecinos en su antiguo hogar.

Cuando ya se estaban dando por vencidos y estaban más atentos a encontrar un buen lugar donde cobijarse entre los matorrales que en el camino mismo, una luz en la lejanía pareció destellar.

Samara miró con incredulidad, y se fijó en su hermano, el cual también entrecerraba los ojos buscando aquella luz casi inapreciable.

Sí, allí estaba, como a unos dos kilómetros pudieron calcular. Con alegría corrieron hacia la luz, a través de los espesos matorrales. Les costó llegar puesto que la casa, a la que pertenecía la luz, se escondía en el interior mismo del bosque.

Con cuidado se acercaron a la casa. Era pequeña y de color claro, parecía abandonada, sin embargo alguien había tenido que encender dicha luz que se situaba a la entrada. Rodearon la vivienda despacio, intentando no hacer ruido. No querían asustar a nadie, y querían cerciorarse de quién había dentro.

Nada, ni un alma. Tampoco había ventanas que les permitiera ver el interior de la misma, así que decidieron empujar la puerta que se encontraba entreabierta.

El mobiliario dejaba bastante que desear. Una mesa redonda se situaba en el centro del habitáculo rodeada por cuatro sillas. A la izquierda de ésta se encontraba una vieja chimenea ennegrecida por los años de uso. Por lo menos alguien debía habitar ese lugar a menudo. Y a la derecha había un pequeño catre bastante sucio y roído. Tenía toda la pinta de ser de algún pastor que la habitara de vez en cuando, cuando pastara con su rebaño por aquellas cercanías.

Timeos encendió la lámpara de encima de la mesa con una fina varilla de madera y el bote de aceite de quemar cercano a ella.

Pudieron atisbar las paredes también ennegrecidas por la acción del humo.

-El lugar no es muy acogedor pero nos servirá ¿verdad Samara? –preguntó el chico mientras su hermana examinaba el viejo y roído catre.

-No sé hermano. Y si mientras estamos aquí viene el dueño y se enfada. Quizás sea algo austero y no le guste la gente, prefiera la soledad. ¿Qué pensarías tú si te encuentras a dos extraños en tu hogar?

-Pero no queremos robar ni nada parecido, además aquí las joyas brillan por su ausencia. Sólo queremos un lugar donde dormir, además mañana temprano nos iremos, y ya esta.

-Bueno, pero si viene, tú se lo explicas, ¿de acuerdo? –rezongó la chica con los brazos entrelazados en el pecho.

Así, los jóvenes dejaron sus petates y se dedicaron a sus quehaceres.

Timeos salió a buscar algo de leña fuera para encender la chimenea, y así cocer un poco de sopa que les entonara el cuerpo.

Mientras tanto Samara extendió las mantas que transportaban para dormir en el suelo, y acomodó sus pertenencias en un rincón para que no estorbaran. Encontró un trapo igual de sucio y grasiento que utilizó para desempolvar un poco la mesa.

La noche era profunda pero despejada, y una ligera brisa fría se colaba por debajo de la puerta. Aunque seguro que pasarían menos frío allí dentro que en el exterior, pensó Samara.

Timeos recogió unos palos finos para encender el fuego y dos o tres troncos más gruesos para que se quemaran lentamente y no se apagara el mismo, pero entonces oyó un aullido lejano. Asustado, miró para todos los lados buscando la procedencia. Había sonado muy cerca. Y si fueran los lobos. Se dio prisa en recoger más leña y echo a correr como alma que lleva el diablo hacia la pequeña casa sin mirar en ningún momento atrás.

Cuando entró sobresaltó a su hermana.

-¿Qué te pasa Timeos? que vienes corriendo, parece que te persigue un espíritu. No me digas que ahora le tienes miedo a la oscuridad –rió con ganas su hermana querida.

-No es eso idiota. Es que he oído aullar a los lobos. Deben andar por estos parajes. Tenemos que atrancar la puerta con algo, es por el único sitio por el que pueden entrar.

-Pero ¿crees de verdad que nos puedan hacer algo? No saben que estamos aquí, y deben estar acostumbrados a que aquí viva alguien –prosiguió Samara para tranquilizar al muchacho.

-Pues no se si vendrán o no, pero lo que es cierto es que si dejamos la puerta bien cerrada estaremos más seguros –apuntó tajante Timeos.

Los dos acercaron el catre viejo a la puerta en forma de empalizada. Y también la mesa y las sillas.

Samara seguía pensando que su hermano era un exagerado pero le siguió la corriente.

Después de protegerse adecuadamente, Timeos encendió la chimenea, y llenó con agua de los odres una cacerola abollada que estaba cerca del fuego. Tendrían que buscar un arroyo para rellenar a la mañana siguiente las cantimploras si no querían deshidratarse durante lo que quedaba de viaje, y más si hacía calor. Además, no sabían lo que tendrían que andar para llegar a la gran ciudad, y si pasarían por algún lugar de descanso o refresco.

En cuanto estuvo la sopa lista, se sentaron en el suelo y engulleron la cena a base de huevos cocidos, junto con la sopa, y un poco de pan con miel para acompañar.

Luego de saciar el hambre y la sed, al fin y al cabo el día había sido duro entre la caminata y la tristeza que todavía les atenazaba los corazones, se tumbaron entre las mantas y enseguida se quedaron dormidos dándose calor uno al otro, no sin antes echarle un ojo al fuego para que no se apagara entrada la madrugada.

Sonoros golpes en la puerta despertaron a los chicos, golpes que reconocieron como garras arañando la madera, y ciertos gruñidos poco amistosos.

Timeos se encontró de repente agarrado a su hermana intentando alejarse lo que pudiera de la entrada, mientras ésta a su vez hacía lo mismo con él.

Con ojos desorbitados vieron cómo la puerta cedía ligeramente ante los tremendos golpetazos, cada vez más y más fuertes.

No sabían qué hacer, tan asustados como estaban. Por fin el chico reaccionó y cogió un de los troncos gordos sobrantes que aún quedaba casi ileso de las llamas, se acercó lentamente a la improvisada empalizada, mientras se llevaba la mano a los labios advirtiendo a su hermana que no hiciera ruido.

1 comentario:

Sr. Stromboli dijo...

xDD, confundo la realidad con la ficción jejeje... Para que veas las pocas alpargatas que me he puesto en mi vida ;-)

Lo de los lobos, pues ni es pregunta ni es afirmación concreta, ni es duda, y a su vez es todo junto... en qué líos me meto con lo fácil que es asustarse simplemente y no decir de qué xDD

Repasaré, repasaré jeje, aunque no prometo cuando, pues otros proyectos inundan mi cabeza... Lo mismo si hago como Ken Follet con Los Pilares de la Tierra tengo más suerte!!! xDD